miércoles, 14 de julio de 2010

El tren de Benarés

                
  Son las seis de la tarde y llegamos a la estación de tren, una muchedumbre de gente se mueve a nuestro alrededor. Mi pareja y yo, cargados con las maletas, vamos a buscar el andén del tren en el que hemos de viajar. Las gotas de sudor hacen carreras por la frente y por la espalda, no es por el esfuerzo, es por el clima que es extremadamente húmedo, no puedes hacer nada sin empezar a sudar. Hemos llegado temprano para evitar imprevistos y poder coger el tren con tranquilidad hacia la ciudad sagrada de Varanasi o más conocida por nosotros los occidentales como Benarés.
Todo viajero que ha visitado la India, sabe que moverse en tren por este país es una experiencia anecdótica y seguramente inolvidable.
Y aquí estamos sentados en el pilar de una columna del andén dejando pasar el tiempo, en un entorno extraño sin embargo no hostil. La gente hace vida por el suelo, preparan comida, duermen, se sientan y medio agachados conversan. Eres observado con curiosidad y te miran descaradamente sin mala intención. Si les mantienes la mirada, apartan la vista hacia otro lugar, pero no siempre es así, para otros no haces más que aumentar su curiosidad, aguantando la mirada hasta unos límites insostenibles.
Arrojan continuamente escupitajos rojizos, consecuencia de masticar betel. Mean, se desabrochan el pantalón para ponerse la camisa por dentro, mientras se hablan con toda naturalidad. Se rascan la entrepierna, sin una brizna de preocupación ni perjuicios.
El calor, el olor a meado, a mierda de vaca, a la que no es de vaca, a especies, a sudor y otros olores difíciles de clasificar, junto con un enjambre de moscas, gobiernan el acceso a las vías del tren. Una vaca pasta tranquilamente por en medio de los raíles comiendo trozos de cartón, llega un tren silbando desmesuradamente, hasta que el animal se aparta sin demasiadas prisas.
Antes de que el tren se detenga del todo, los viajeros ya saltan de los vagones y un grupo de gente que aparece de la nada, con palanganas en las manos, pegando unos gritos repetitivos en hindi como si se tratara de un mantra, ofrecen de beber y comer a los viajeros. A la vez el tren se va llenando de gente hasta desbordarse y cuando parece que ya no cabe ni un alfiler y que las puertas de los vagones rebosan, aun se añaden un montón de pasajeros, que empujando y de forma casi mágica se hacen sitio.
Anuncian por megafonía que nuestro tren lleva retraso de una hora, la gente ni se inmuta, una mujer se acuesta sobre su bolsa y se pone a dormir, otras vestidas con ropas llamativas típicas del Rajastán, de cuclillas en el suelo empiezan un pequeño fuego quemando moñigas secas de vaca, pelan verduras y las van introduciendo en una pequeña cazuela preparando para cenar. Un hombre se entretiene mirándonos como si fuéramos objetos de feria, otros a escasos metros mean junto a las vías, mientras otro tanto escupe en la misma dirección, los más virtuosos lo hacen todo al mismo tiempo. Las gotas de sudor chorrean por todo el cuerpo, la ropa de lino no puede con su cometido de mantenerte fresco. El sol se ha puesto, pero el calor perdura.
Un hombre vestido de militar con unos enormes bigotes, pasa impasible con un fusil de cerrojo colgado de un cordel, por delante de un tenderete en que un hombre se gana el jornal limpiando la cera de las orejas, con sorprendente habilidad y con un inquietante alambre. Otro vende dentaduras postizas, que sin duda ya han tenido dueño y que los compradores se prueban por si les encaja. Una mujer con evidentes signos de precaria salud, asistida por una pareja que podrían ser sus hijos, implora unas rupias a los que le rodean. Más tarde descubrimos, que sabía de su próxima muerte y se dirigía hacia la ciudad Santa, el dinero que mendigaba, era para poder comprar leña en el crematorio de Benarés, para cuando la quemaran, ya que tienen la creencia de que en cuanto se mueren, si son lanzadas sus cenizas al río sagrado, el Ganga o Ganges, la gran madre, que toda vida proviene, su ciclo de reencarnaciones, karma o Samsara, ley de causa y efecto, se concluye y pueden descansar en paz. Por eso mucha gente peregrina hacia esta ciudad, para terminar sus últimos días.
Un silbato nos saca de nuestros pensamientos. Llega nuestro tren, tenemos el vagón de literas, privilegiado según nos dicen, tiene mucho que desear pero una vez vistos los demás, es de agradecer. Son compartimentos o mejor dicho espacios de cuatro literas separados del resto por cortinas que estaban más abiertas que cerradas, en teoría para ser ocupadas por cuatro personas, en la práctica se ponen todos los que pueden y más. Llegamos a nuestro compartimento, no sabemos demasiado bien del espacio que disponemos, porque todo está repleto de maletas y bolsas con cosas. Los vecinos de la litera de enfrente, son una pareja de mediana edad y una vez nos ven, comprueban nuestro billete para saber donde toca ubicarnos, entonces quitan bolsas y objetos de nuestro espacio. Encima de su litera hay uno que duerme y que suponemos que es familia o al menos conocido, porque le sacuden y le hablan sin demasiados miramientos ni resultado, ya que él sigue durmiendo como si nada. Poco a poco nos vamos haciendo lugar en una de las literas de abajo que tenemos asignada, la otra que tenemos reservada es la de arriba pero está llena de objetos de los que no ha salido el propietario.
El hombre de enfrente empieza a hacer preguntas y empieza una precaria comunicación, el hecho es limitado, porque él habla con "indinglish" y nosotros con "spaninglish", además le cuesta tener que hablar con mi pareja por el hecho de ser mujer, ya que su cultura machista le pesa, yo por otro lado evito la conversación por mi limitado inglés y peor pronunciación, que en cuanto llego a decir algo, tengo que terminar preguntado qué es lo que he dicho, porque las caras del interlocutor son un poema.
El indio le coge gusto a la conversación y bravuconea ante su mujer de su don de gentes. Con cierta petulancia estira una pierna invadiendo nuestra litera y apoya el pie en nuestra cama e ilustra a su mujer ubicando España en California así que ya optamos por no aclarar que éramos de Mallorca. A cada pregunta que se hace en inglés hay comentarios entre las parejas, como si fuese una jugada, por lo bajo y entre dientes en hindi y catalán. Al descubrir que mi falta de conversación es por falta de idioma y no por desinterés, se alegran tanto él como su esposa.
Al otro lado del pasillo hay dos literas y una hay una chica que no ha parado de observarnos desde que hemos llegado, como si fueran animales enjaulados, tal vez con una mezcla de curiosidad por el país lejano que representamos y de envidia de pensar que vivimos mejor. Al correr las cortinas se ve que son dos chicas de unos quince, dieciséis años y un niño de unos siete, que todos comparten el espacio que corresponde a uno.
La invasora de la litera de arriba hace acto de presencia y se lleva todos su bártulos, así que nosotros podemos acabar de instalarnos.
Tímidamente sacamos nuestros bocadillos para cenar un poco, sin poder evitar ser observados, como especies en el zoo cuando te preguntas, y este bicho que comerá? Saciada su curiosidad culinaria, la réplica de los vecinos no se hace esperar, de por detrás de una maleta, sacan un bidón con agua y una fiambrera metálica de pisos compartimentados, en uno había arroz, en otro una salsa roja con lo que parecen albóndigas, una vez abierta la fiambrera, un olor a especies reina todo el compartimento. Sin muchos preámbulos el hombre empieza a comer sobre las sábanas donde han de dormir, introduce la mano derecha en el arroz, lo mezcla con la carne y la salsa, palpando y aplastando hace como una bola llevándosela hacia la boca, al poco tiempo de comer armonizando con sus correspondientes eructos, la “mano cuchara” ya no se distingue de la comida, está reluciente, pigmentada de tomate, llena de granos de arroz. Una vez terminado culmina con una “mascletá” y un indiscreto eructo deja escapar. Apetecería decir "salud", pero por miedo a no ofender en casa de otro, vale más callar.
El hombre se levantó de la cama con la mano en el aire como si fuera un banderín de colores y se perdió por el pasillo del tren. Al volver, la mano ya ha recobrado su similar humana. Se disponen dormir los dos en el lugar de uno, la cabeza con los pies del otro, tapados con unas sábanas estampadas, que en realidad si la higiene lo hiciera posible, serían blancas.
Nosotros por nuestra parte intentamos hacer lo mismo, cada uno en su litera como privilegio de ser turista, yo me quedo en la de abajo e intentamos que las catorce horas de tren se hagan más cortas.
Cuesta conciliar el sueño y cuando casi lo consigues, es interrumpido por la palabrería de los vecinos, por las numerosas paradas, el constante ir y venir de los demás viajeros, propinado indiscretos gritos e invadiendo nuestro compartimento en busca de un lugar donde instalarse.
Deduzco que la parada de los vecinos de enfrente esta próxima porque empiezan a moverse afanosamente, recogiendo paquetes, zarandeando y despertando al de su litera superior.
El de la litera de arriba al bajar, con la naturalidad del que respira disparó hacia nosotros un estrepitoso pedo.
Yo estoy despierto al hacer la parada, pero me hago el dormido para no dar conversación y poder rehacer el sueño.
El vecino buscaba sus maletas que estaban bajo mi litera, y puso una mano sobre mi pecho como anclaje para no perder el equilibrio mientras con el otro brazo iba estirado las bolsas y maletas que había abajo, llegado a este punto ya era ridículo el fingir que dormía .
El alargó la mano, la que no hacía tanto estaba rebozada de arroz con salsa y la estrechó cordialmente contra la mía, despidiéndose y deseando un buen viaje.
Al poco tiempo empezaron a desfilar los próximos vecinos.
En la litera de arriba se sentaron tres chicas, en la de abajo dos mujeres y un chico, los seis nos miraban con descarada curiosidad. Yo me hacía el dormido y con los ojos medio cerrados les observaba también con curiosidad. Por un momento los imaginé como buitres sobre un árbol acechando su comida. Ante tal tensión cuesta coger el sueño.
Dejo que mi mente se recree en el recuerdo de la experiencia reciente en la población de Luni. Fuimos a dormir en lo que vendría ser una antigua fortificación, transformada en una especie de hotel, nuestra habitación daba a lo que debía ser el patio de armas, adornado con reliquias de cañones, era una habitación amplia, con una cama con dosel.
En la cena conocimos un matrimonio indi, que mostraron curiosidad por nosotros al ser españoles ya que ellos iban a clase de español y vieron la oportunidad de practicar. Rápidamente nos hicimos amigos, él resultó ser un coronel y nosotros le comentamos que éramos terapeutas y que yo en concreto trabajaba con hipnosis, cosa que les fascinó. Nos despedimos para ir a dormir y quedamos para desayunar juntos.
Al rato de llegar a la habitación y una vez en la cama, oímos que nos llamaban por nuestro nombre y golpeaban tímidamente la puerta. Al abrir nos encontramos con el coronel que nos pidió si podríamos hacer una sesión a un amigo suyo, que es el propietario del hotel. Aceptamos encantados a pesar de la hora, nos volvemos a vestir, y al rato vienen a buscarnos personal del hotel, que nos acompañan hasta las dependencias del propietario.
Somos recibidos por un señor con unos enormes bigotes negros, vestido al estilo occidental, que cortésmente nos da la bienvenida. Entramos en lo que debía ser su habitación, con una amplia cama con dosel, un gato siamés tumbado sobre la cama y apreciamos la inquietante imagen de la culata de un revolver bajo la almohada. El coronel también está presente y actúa como intérprete, nos cuenta que el motivo de la sesión, es que su amigo sufre ataques de pánico sin conocer la causa. Y empezamos una inusual sesión en que mi mujer y el coronel traducían lo que podían al ingles y al indi, yo daba las consignas en español y esperaba paciente la traducción. Obviamente no tenía muchas esperanzas de éxito y por mi sorpresa el señor bigotudo cayó de una pieza sobre la cama. La sesión dada las circunstancias fue un éxito.
Al día siguiente después de despedirnos tras desayunar con el militar y su esposa, nos encontramos con la sorpresa del obsequio de un coche con conductor a nuestra disposición, para acompañarnos hasta la próxima ciudad. El conductor estaba al corriente de la sesión de la noche pasada, en la que sin saberlo habíamos tratado con el tío del marajá de Jodhpur .
Pasan las horas y los recuerdos y por fin llegamos a la estación de Benarés, la ciudad bosteza, se despereza lentamente, ante el romper del alba que anuncia un nuevo día y aquí empieza una nueva aventura.
El recuerdo de India es de un buen país, muy buena gente, una eclosión de colores, de olores, a cada paso es una fotografía, tienen dada las circunstancias de pobreza, una buena filosofía de la vida. En resumen se puede decir que, la India es un reto para los sentidos y un poema a la vida.